hey...

hey...

El antídoto de Miguel (2016)

Hasta antes de que Miguel se incorporara a nuestra primaria, yo había sido una persona feliz: tenía amigos y amigas; había gente que no me agradaba y había gente que sí, pero, por sobre todas las cosas, había una sana convivencia escolar.

El día que apareció Miguel cambió todo. Ojo, es una buena persona, lo sé, me lo han dicho, pero sospecho que quizás algo poseyó su cuerpo durante esos años de primaria. Era un chico inaguantable. Él fue la primera persona en mi vida que me lastimó físicamente a consciencia, estrangulándome el brazo por ninguna razón. Así fue que él se convirtió en la primera persona que encendió algo en mí que no conocía: el odio.

Hasta entonces, yo jamás había odiado a nadie. Había sentido enojo hacia mi padre cuando me retaba, rencor hacia los gritos de mi abuela e ira hacia Delfina, el personaje malvado de una serie infantil que mirábamos todos en aquél entonces. Pero nunca había sentido la furia pesada y caliente que recorre las ventas y que rechina los dientes, que se manifiesta con puños cerrados, ceños fruncidos y palabras prohibidas.

Miguel hizo de mí un mounstro vengativo. Insultos varios mentales, acusaciones repetitivas con la maestra, miradas oscuras desde el fondo del aula, incitaciones a las peleas y, la peor, cortar una hoja de carpeta y juntar firmas para que lo expulsaran del colegio. Yo había pasado de ser la dulce, divertida e inteligente nena de rulos a ser la bruja cachivache. Nada funcionó: Miguel se mantuvo firme a nuestro lado, aun sin llevarse bien con nadie de nuestra clase. Finalmente, mucho tiempo después, en los últimos años de primaria, Miguel repitió el año y la familia decidió cambiarlo de escuela. De un día para el otro, desapareció.


Nadie festejó: como suele pasar cuando alguien se marcha de nuestras vidas, sólo quedan los buenos recuerdos. "¿Te acordás ese día en que perdí mi lapicera y Miguel me prestó una?", dijo alguien, "En el fondo era bueno". "Sí, me acuerdo... ¿Vos te acordás en gimnasia ese día que estaba de buen humor, y festejamos todos juntos un gol?" Y así fueron y vinieron los recuerdos, aparecieron las sonrisas y luego, cuando se acabaron por fin los recuerdos, todos callamos mientras mirábamos el suelo apenados. Nadie volvió a hablar esa última hora del día y, pienso, quizás, todos recordábamos a Miguel mientras volvíamos a casa. Nuevamente, Miguel encendió en nosotros algo que nunca habíamos conocido antes: la melancolía.

Hoy, casi 10 años después, ya no puedo sentir nada por él. Ya no recuerdo... todo es vago, todo es muy viejo. Ya no me duele el brazo, porque me han hecho cosas peores. Ahora hablo de Miguel como un extraño. O ni hablo. Y, sin embargo, hay algo que nunca pude olvidar. Hay algo que cuando cierro los ojos y recuerdo esas paredes blancas y largas, cuando me siento en cuerpo de niña otra vez y recuerdo los pizarrones verdes y los delantales blancos, viene a mi mente. Hay algo que, cuando escucho el nombre Miguel, aparece claro frente a mis ojos: su rivotril. No me refiero al medicamento, no. Me refiero al antídoto que teníamos, de vez en cuándo, para calmar a su bestia interna. Y ese antídoto, para Miguel, era la biblioteca.

Cuando entrábamos a la biblioteca a tomar cada uno un libro y nos poníamos a leer en silencio, Miguel se exorcizaba. No movía los brazos ni los pies, no pegaba ni insultaba: ni siquiera hablaba. Miguel sólo movía los ojos de un lado a otro y abría un poco la boca. Cuando terminaba la lectura y la profesora le preguntaba por su libro, Miguel respondía con inteligencia en voz muy baja y amable mirando el suelo, con una timidez que jamás hubiésemos creído ver en él. Miguel, así, era la bondad del mundo personificada, era la persona que todos queríamos ser.

Hoy en día, cuando recuerdo la biblioteca de la primaria, no la recuerdo simplemente como el antídoto de Miguel. Porque no lo era sólo para él. Joaquín, que tenía un tic molesto con su ojo derecho, cuando tomaba un libro tenía los dos ojos amplios y entusiastas, y se movían sólo para seguir la lectura. Fernando se sacaba los anteojos. Nahuel dejaba de ser el más gordito de la clase y se convertía en el más rápido en terminar de leer. Bahía dejaba de hacer salvajadas. Lucía olvidaba su timidez. Y yo sentía que, al menos por una vez en la vida, todos estábamos en el lugar correcto.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Ojito lo que pones