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Por qué deberías odiar a Dalas Review (el escracho y el feminismo)

Hace algunos años, la ola del feminismo moderno empapó el occidente como reacción a la cantidad terrorífica de asesinatos de mujeres por parte de sus parejas, ex parejas u hombres obsesionados con ellas. Mujeres retenidas contra su voluntad, ya fuera por una dependencia económica como por un maltrato físico y/o psicológico, comenzaron a denunciar y a movilizarse. Se comenzó a hablar sobre perspectiva de género, femicidios, la comisaría de la mujer y el derecho al aborto, entre otras cosas. Las mujeres víctimas de hombres violentos comenzaron a animarse a hablar sobre lo que vivían y a realizar las denuncias correspondientes, porque sabían que iban a encontrar un apoyo emocional, físico y económico (político y social) que antes no lograban.

Abierta la comunicación sobre estos temas, también se dio pie a una conversación sobre algunos temas que las mujeres vivíamos diariamente pero que nos veíamos imposibilitadas de cambiar, o siquiera hablar públicamente. De repente, empezamos a compartir nuestras experiencias de acoso callejero (que muchas vivimos desde los 12 años, y algunas incluso antes), la enemistad entre mujeres por “competitividad” disminuyó, nos replanteábamos por qué suele ser la mujer siempre la que limpia y cocina en una casa, el rol de madre que jugábamos en nuestra relación romántica y el rol de padre que parecía que una esperaba de su pareja, por qué se condenaba tanto en la sociedad un hombre que llora, o que no le gusta el fútbol, o que le gustan cosas tradicionalmente asignada a mujeres, etc.

Pero el asunto también fue más lejos que la movilización colectiva por las mujeres maltratadas y la conversación sobre temas importantes para replantearnos algunos aspectos sobre nuestra cultura: también comenzaron los escraches. Bien es sabido que la justicia en algunos países de América Latina es lenta, inoperante y corrupta, por lo que aún hoy en día podemos ver casos de mujeres que aparecen asesinadas y luego se descubre que ya habían denunciado al asesino varias veces antes, y nunca se hizo nada para prevenir la muerte. La bronca, el sentimiento de vulnerabilidad y desprotección de la justicia, nos hizo querer tomar lo justicia con nuestras propias manos y comenzar con un escrache masivo. En Instagram, Facebook y Twitter, comenzaron a llenarse de testimonios de mujeres. Algunas atribuían fotos y videos del maltrato físico que su pareja les ocasionaba, e incluían una foto del hombre y su respectivo nombre; otras, solamente incluían la foto y el nombre del acusado, y su testimonio.

La resolución del feminismo fue simple: les creemos a todas porque “prefiero creerle a una víctima y que al final su testimonio haya sido mentira, que creerle a un violento y al final descubrir que efectivamente era un maltratador”. Poco pensamos en las consecuencias que un escracho equivocado podía tener. Poco nos pusimos a pensar que, en caso de que efectivamente al final el escracho sea mentira, entonces el acusado pasaría a ser una víctima del acoso virtual y físico, de la pérdida de su trabajo, de que sus propios amigos o familia lo dejaran solo, de las consecuencias mentales que esto le generaría. Poco pensamos que demostrar socialmente que no maltrataste a alguien iba a ser tan complicado: aún sin pruebas, aún si te mudaras de país, aún si estuvieras en una relación feliz con otra persona durante años, aún si no quisieras saber nada más de tu ex y le pidieras llegar a un acuerdo y nunca más volver a verse ni mencionarse, aun así, con el simple testimonio de una mujer, gran parte de la sociedad te condenaría como maltratador.

Deberías odiar a Dalas porque es lo más fácil, y al parecer vivimos en una sociedad donde siempre se apela a lo fácil y a lo socialmente aceptado. Deberías odiar a Dalas, porque no hacerlo supondría hacer una crítica a las formas del feminismo y una autocrítica a tus formas de actuar y pensar. Deberías odiar a Dalas porque reconocerlo inocente supondría pelearte con gente cercana que lo condena, ir en contra del pensamiento popular y aguantar que te traten a vos también de cómplice y machista. Deberías odiar a Dalas porque normalmente no lo vas a ver llorando, ni vulnerable, ni pidiendo ayuda desesperada, ni tirado en el suelo, ni recibiendo callado los golpes; por el contrario, lo vas a ver enojado, defendiéndose, criticando y respondiendo. Y ya sabemos cómo cuesta ver como víctima a una persona que se defiende.

Una de las personas que más quiero en el mundo y que se abandera feminista a toda cosa, cuando una vez compartió un acoso virtual a una famosa y yo se lo recriminé, me respondió: “Bueno, ni que estuviera llorando en el piso. Seguramente está haciendo su vida, no le importa lo que le decimos y sigue haciendo guita igual. No es para tanto”. Reflexionar sobre que si lo que estás haciendo está mal solamente cuando una persona ya está en el piso llorando es bajo. Es la lógica de un acosador que se da cuenta de lo que hizo demasiado tarde. Pensar que solamente porque una persona es pública se le puede decir y acusar de cualquier cosa, con la excusa de que no le va a afectar, sacándole las cualidades de un ser humano simplemente por ser famoso, es cruel y estúpido. Deberías odiar a Dalas porque aceptar que actuaste mal, que fuiste cruel y que acosaste a alguien, es difícil. Nadie quiere reconocer su maldad, ni mucho menos su estupidez.

 Por el contrario, si te interesa crecer como persona entones no deberías odias a Dalas Review. O, al menos, no deberías odiarlo por escraches públicos sin antes haber ido a las fuentes originales y escuchado su versión de la historia. Podrá no gustarte, no interesarte su contenido ni su persona, no coincidir en todo o en nada con él, pero definitivamente no deberías odiarlo basándote en la opinión pública, en tus suposiciones por clips cortados, en la ignorancia total sobre el caso, en la escucha de solamente una parte. Si te interesa ser una persona valiente, empática, autocrítica, analítica e imparcial, entonces quizás deberías probar no odiándolo, escuchando su caso y sopesar la posibilidad de que, quizás, nos equivocamos con él. Y quién sabe con cuántos más.

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