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La historia de una vida mediocre

Ana era un personaje secundario. Siempre lo fue. Jamás hizo grandes maldades ni se destacó como heroína. Vivió su vida a medias, como la mayoría de la gente que habita en esta tierra. Nada le emocionaba demasiado como para continuarlo, nada le producía rechazo suficiente como para abandonarlo al primer instante. Tenía anécdotas, pero no muy buenas. Había viajado, pero no muy lejos de su provincia. La poesía le gustaba, pero solo las pocas que conocía: las que se comparten en Facebook, las que citan los actores de las películas, las que son mundialmente conocidas. En general le gustaba la literatura, pero no había leído una cantidad significante de libros. Le gustaba un poco el maquillaje, aunque solo lograba pintarse correctamente los labios y las pestañas. Le gustaba la cocina, pero nunca llegó a hacer las recetas que tenía guardadas. Le gustaban los videojuegos, aunque nunca fue muy buena. También le gustaba el fútbol, los idiomas, la medicina, la astronomía, la filosofía, la política y la (y esto lo descubrió en sus últimos días) antropología. Aunque, por supuesto, no sabía mucho más de estas cosas de lo que cualquier persona que esté paseando por la calle en este mismo momento sepa.

En definitiva, Ana tenía una vida mediocre. Sus tantísimos planes que descansaban en su agenda, allí morirían. Jamás terminaría por lograr nada. Incluso su muerte fue mediocre: asistió toda la familia a despedirla. Muchos lloraban, otros consolaban y otros realmente no la habían conocido más que por su nombre en boca de su abuela, de su tío o de su padre. Sus pocas amigas también lloraron, se abrazaron, se despidieron. De hecho, fue tan trágico como la mayoría de los velorios lo son. Y, eventualmente, todos lo superaron. El recordar su nombre era para sus seres queridos una pequeña punzada en el corazón, que luego se desvanecía con una pronta carcajada ante algo cotidiano de la vida. Nadie la extrañó realmente. Más bien, extrañaban la idea de lo que fue Ana. Pero Ana no era esa idea. Ana era mediocre, y nadie extrañó a Ana la mediocre.

Un año después, sus pertenencias se donaron. Sus libros, que Ana con tanta dedicación había subrayado o escrito algo en el borde, ahora estaban en manos de gente que se quejaba de lo tachados que estaban. Su ropa se donó a gente que le dio un mejor uso que ella. Sus muebles se vendieron. Las decoraciones en las paredes de su cuarto se tiraron. Algunas cosas se conservaron en manos de un familiar, que lo guardaría de recuerdo por algunos cuantos años más. Sus cuadernos usados, donde algunos sentimientos fueron escritos, fueron desechados sin la menor idea de lo que contenían dentro. Su computadora, que atesoraba todas aquellas historias, ideas, cuentos y novelas que Ana había creado como método de escape de la realidad, fue vendida y formateada. Nadie nunca leyó sus escritos.

Su tumba fue recubierta de flores varias veces durante los primeros meses y luego cada día de su cumpleaños y aniversario de su muerte por varios años más. El cajón de Ana pasó más tiempo entre tierra, lombrices y flores resecas que con gente a su alrededor. Ocasionalmente alguien se acercaba a leer su nombre y edad en la tumba, y si bien Ana era joven, no lo era tanto como para dedicarle algo más que un “…pobrecita”. El césped por encima de ella se cuidó diariamente por el encargado, al igual que el del resto. Nadie nunca se sentó junto a su tumba a cantarle una canción como a ella le hubiera gustado. Nadie nunca se apiadó de ella a conciencia de su real historia y vida. Nadie nunca le hizo un homenaje, más que el de publicar una foto fea suya en Facebook con unas palabras que pretendían ser emotivas. Muchos años después su familia decidió sacar sus pocos restos de la tumba y terminar por cremarla. Sus cenizas descansaron en el jardín, al lado de lo que alguna vez había sido la tumba de un hámster. Años después la casa se vendió, nuevos inquilinos llegaron y nunca nadie volvió a recordar el paradero de Ana. Muchos años después, los familiares y amigos con quienes había compartido algo también murieron, y solo sus descendencias recordaron alguna vez a Ana, solo por su nombre y alguna anécdota. Años después ellos también murieron, pero esta vez la descendencia de ellos no recordaron a Ana. Su muerte fue mediocre, al igual que lo fue su vida.

Ya nada se sabe de ella. Lo único que queda son estas palabras, en un blog abandonado que quizás nunca nadie vaya a leer:
Mi nombre es Ana, y me arrepiento de no haber comido todo lo que quería por miedo a engordar. Me arrepiento de haberme obligado a ir a lugares que sabía que no me gustaban, solo para encajar. Me arrepiento de haber malgastado lágrimas en gente que no valía la pena. Me arrepiento de mi vergüenza, de mis miedos. De no haber publicado mis escritos en algún blog olvidado que algún día, quizás, al menos alguien llegaría a leer. De no haber intentado acercarme al chico que más me gustaba en todo el mundo. De intentar cambiar a la gente y no saber dejar ir. De no haberle agradecido todo lo que debí a mi abuela. De no haber pasado el tiempo suficiente con mi papá. De no haberme involucrado en la política y armar un poco de quilombo. De no haberme reído por vergüenza a mostrar mis dientes chuecos. Me arrepiento de haberme callado cuando otros me lo imponían. Me arrepiento de no haberme esforzado lo suficiente en nada. De no haber aprendido italiano, francés o japonés. De nunca aprender a tocar el violín. De no haberme quejado lo suficiente. De haber dejado las cosas que me gustaban solo porque el resto me criticaba. De no llorar lo suficiente. De no haber dicho lo que quería cuando quería, aunque eso me hubiera traído consecuencias. De no atreverme a bancarme las consecuencias. De no haber hecho todos los chistes malos que pensaba y no me animaba a hacer. De no juntarme con la gente que quería, en vez de con la que me tocaba. De, a veces, no aprender a estar sola. De a veces estar demasiado sola. De no salir a caminar de día por la plaza cuando me sentía triste. De no haberme columpiado en una hamaca hace mucho tiempo. De no meterme al mar por frío. De haberme preocupado demasiado y no hacer nada. De bostezar tapándome. Del maldito Whatsapp. De no haber podido ir a ver a Coldplay. De no haber visto nunca un show en vivo de Ricky Gervais. Me arrepiento de no haber cantado en la ducha por miedo a que mis vecinos me toquen el timbre. De no haber ayudado lo suficiente a los que realmente necesitaban mi ayuda.  
Pero no me arrepiento de haberme perdido. De las horas perdidas, de los soles perdidos, de las fiestas perdidas. No me arrepiento de las peleas, mis enojos y mi sed de justicia. No me arrepiento de aferrarme a mi soledad y descubrir nuevos mundos. No me arrepiento de las reflexiones. De las miles de lecturas que disfruté y luego olvidé. De las noches de insomnio, de las veces que volví a ver En terapia. De mi desorden, de mi suciedad, de mis caóticos rulos. De mis atascones de brownies, de helado y de oreos y pepitos. No me arrepiento de mis gritos, de mis lágrimas, de mis delirios, de mis dramas, de mis teatros. No me arrepiento de leer Marx, criticar a la Iglesia, colgar un cuadro del Ché a mis 13 años. No me arrepiento de haber visto videos de dos horas sobre Chernobyl, de pingüinos y monos, que luego olvidé. De defender los derechos de las mujeres y valorarlas siempre, a pesar de que fueron las que más me lastimaron en la vida. De defender igualmente los derechos de los hombres y criticar la rama del feminismo que odia y promueve odiar, a pesar de que fueron los que más me decepcionaron y generaron traumas en mi vida. De defender el derecho al aborto, aunque yo nunca me hubiera hecho uno. De odiar las drogas. De odiar a los niños y, al mismo tiempo, defenderlos siempre. De haber criticado algunas modas, de seguir otras. De ilusionarme. De confiar. De querer. De dejar de querer.

Seguro está incompleto, porque lo hizo sin pensarlo, con prisa, en el momento... dejándose llevar por el sentimiento. Sí, seguro que está incompleto y que la mayoría de las cosas que escribió son corrientes, aburridas o innecesarias. Porque sus últimos deseos también fueron tan mediocres como su vida.

Fuente.

4 comentarios:

  1. Apareci aca por casualidad no me lo esperaba. Gran historia me senti identificada hasta derrame muchas lagrimas al leerlo. Cuantos "Ana" habrá y habrá habido en el mundo no? Tal vez muchos no lo entiendan jamas pero me alegro haber encontrado esto. Gracias por publicarlo.

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  2. Hola no se que edad tenes pero creo que estamos un poco asustados y no es para menos, el mundo allá afuera parece fuera de control, dañino, y los corazones nobles (muchas veces debiles) parecen destinados a perderse entre la multitud o ser destruidos al asomar la cabeza afuera. El tema es que deberiamos aprender a confiar en que no somos pocos carajo. Somos una mayoria, ni siquiera hace falta una revoluciòn para cambiar la realidad de muchos de nosotros, sino animarnos a confiar en que no somos los unicos, y empezar a reconocernos entre nosotros, y no hay manera de reconocernos si no nos mostramos, si no nos exponemos. Muchos tendremos que pagar el precio, porque se sabe que detras de un reconocimiento hay un entendimiento, detras de un entendimiento, convergen pareceres comunes, detras de ellos posiblemente luego una organizaciòn. Y es ahi donde la minorìa malintencionada dominante que ve a los corazones nobles como enemigos mortales (por la potencial perdida de poder que sufrirìan en este proceso de evoluciòn que soporta nuestra especie humana) se pone en alerta. Ellos Son la minoria dominante en nuestra sociedad. Pero somos muchos mas. Podrìamos cambiar el mundo si tuvieramos coraje. Por ahi faltarà que esto se desmadre todavia un poco mas, y la minoria dominante choque contra la mayorìa dormida, tan fuertemente que la despierte, como se despierta a un Dios enfurecido. Aunque puede ser tambien posible, que una generaciòn cercana, de corazones nobles pero atrevidos, vengan a lucharse el mundo sin pedir permiso.

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    1. https://chequendengue.blogspot.com.ar/2016/08/sobre-el-humor-negro.html?showComment=1493529421077#c1843638675340114588

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Ojito lo que pones