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Ser impulsivo no es ser honesto.

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Durante toda mi vida tuve la idea de que ser impulsivo nacía de mostrar realmente lo que pensabas y lo que sentías. No recuerdo una sola discusión con alguien a quien yo quería en la que hubiese contenido mis impulsos y pensado fríamente lo que iba a responder. Me parecía que aquel que no decía lo que pensaba, justo en el momento en que lo pensaba, era una persona de no fiar, cobarde o idiota. A pesar de que luego podía reconocer que en mis impulsos había sido demasiado cruel y era capaz de pedir disculpas, en mi cabeza lo validaba asociándolo con que eran las consecuencias de ser honesta.

En mis veinte años, comencé a ser más reflexiva sobre este aspecto de mi vida. Había tenido mi primera pareja, con la cual duramos unos pocos meses. Él había decidido dejarme porque las peleas eran constantes. Cada vez que yo sentía celos, reaccionaba encarándolo y buscando respuestas que no existían. Cada vez que él decía algo que me hacía sentir mal, eran llantos y recriminaciones sobre lo mal que había actuado conmigo. Cada vez que me sentía triste, lo retenía a mi lado diciéndole lo mal que me sentía, lo mucho que lo necesitaba y lo mal que estaba si decidía dejar de hablarme y "dejarme sola con esa tristeza". Por eso cuando mi pareja me dejó, entendí que mis reacciones, que hasta aquel entonces mis amigos y familiares habían tolerado, realmente no tenían por qué ser toleradas.

Pero poco tiempo después, volví a ponerme en pareja con una persona que demostraba ser muy diferente a mi ex. Él me escuchaba, me decía las cosas sin pensarlas dos veces, y actuaba de forma muy natural. Cuando comenzamos a tener discusiones, él, ante mis reacciones impulsivas, reaccionaba de igual forma y eso hacía, nuestras discusiones, algo más equilibrado. Luego ambos nos disculpábamos y pensábamos que solamente había sido un mal rato. Esto cambió cuando, a los pocos meses de noviazgo, descubrí que me había sido infiel (entre muchas otras mentiras y manipulaciones). Mi primera reacción, impulsiva, fue dejarlo y su primera reacción, impulsiva, fue rogarme de rodillas que lo perdonara. Mi segunda reacción, pocos días después, impulsiva, fue perdonarlo. Y su segunda reacción, también impulsiva, fue jurarme que nunca más lo volvería a hacer. Por supuesto, yo nunca pude perdonarlo y él volvió a hacerlo, muchas veces más. Cada vez que lo descubría y lo hablábamos, ambos decíamos lo primero que pensábamos y él solía explicarme lo difícil que le era ser honesto, pero se negaba a buscar ayuda y juraba no volverlo a hacer; y yo le recriminaba lo mala persona que era por hacerme sufrir así después de todo lo que yo hacía por él, pero decía que lo perdonaba. Ambos mentíamos, porque no queríamos perdernos. No por amor, sino porque quizás, inconscientemente, sabíamos que nadie más iba a perdonar, como hacíamos nosotros, nuestros impulsos. 

Finalmente un día nuestra relación se acabó y, casualmente, al poco tiempo volví a salir con mi primera pareja. Con el fin de mi relación tóxica anterior creí que todos los males en mi vida se resolverían y volvería a ser la persona que fui antes. Pero las experiencias suceden, y se quedan. Con mi nueva pareja, replicaba todas las actitudes tóxicas impulsivas que había desarrollado durante mi anterior relación: le recriminaba cada vez que nos peléabamos algunos errores normales que él había cometido; ante sus errores yo reaccionaba de forma agresiva y desconsolada; me enojaba cuando él callaba y no decía lo que sentía o pensaba y quería escapar de estas peleas. Afortunadamente, comencé a darme cuenta de mi propia toxicidad y busqué ayuda psicológica.

Hacía tiempo que acudía al psicólogo pero nunca llevaba allí los problemas que tenía con mis parejas. Me parecían superficiales. Comencé a hablarlos honestamente, y dedicándole mucho tiempo a mis propias reacciones. Siempre fui impulsiva y lo único que deseaba era dejar de serlo, aunque eso implicara dejar de ser honesta. Pensaba que, en orden de dejar de ser impulsiva, iba a tener que renunciar a ser yo misma y aprender a aguantar las cosas. Y cada vez que lo intentaba, fracasaba. Y es que la solución no era aguantar, sino entender el por qué de mis reacciones impulsivas.

Cuando reaccionaba impulsivamente, realmente, no estaba siendo honesta. A veces reaccionaba enojada, cuando realmente estaba triste. Decía cosas hirientes porque realmente quería decir que me sentía triste por lo que el otro me había dicho. Era honesta en el punto de demostrar que lo que sucedía me generaba un malestar, pero no del todo honesta con lo que realmente sentía en ese malestar. Generaba en el otro emociones negativas que yo no quería generar, y no lograba comunicarme honestamente. Ser impulsiva, ahora entendía, era simplemente ser todo lo negativo que había sufrido y expresarlo de la primera manera en la que se me ocurriera expresarlo. No era ser yo: era replicar el sufrimiento que me habían generado o que había sufrido. Así fue como, en vez de aguantar, comencé a reflexionar por qué realmente me sentía así, qué era realmente lo que me molestaba de la situación y cómo podía reaccionar de forma favorable para la situación o al menos de forma no dañina. Y así funcionó. Sólo entendiendo.

Para cerrar el tema me gustaría contar una anécdota que me pasó una vez con mi pareja actual. Con esta situación me di realmente cuenta de lo confuso que era para el otro ser impulsivo, y generó en mi el cambio que estoy transitando ahora, de pensar mejor las cosas:

Con mi pareja habíamos pasado como tres días sin vernos porque yo había tenido mucho trabajo y estudio. Habitualmente nos vemos más seguido, o al menos nos comunicamos por celular, pero en esos tres días habíamos estado ocupados y no habíamos hablado mucho siquiera. Él me había dicho de juntarnos varias veces, pero aunque yo quería no había podido. Finalmente conseguimos vernos una noche y, por alguna razón, discutimos por algo. Yo reaccioné mal, él también, la situación se puso triste y, en un momento que nos calmamos, él me confesó que en esos últimos días había estado pensando en que ya no sentía lo mismo por mí que antes, que no había tenido ganas de verme y que no sabía por qué. 
En cualquier otro momento mi reacción hubiese sido irme, cortar la relación, enojarme muchísimo y también llorar muchísimo. Estuve a punto, e incluso lagrimeé un poco, pero algo me detuvo. No me detuvieron sus palabras ni sus acciones, sino el cuestionarme realmente lo que me había dicho. Le pregunté desde hace cuánto sentía eso, y me respondió que los últimos días. "¿Estos días que no nos vimos?". Sí. "Pero si vos me dijiste de salir ayer y no nos juntamos porque yo no podía". Sí, te lo dije pero después se me fueron las ganas. "¿Cuándo se te fueron las ganas? ¿Cuando te dije que yo no podía?". Sí. "Pero entonces sí que tenías ganas, sólo se te fueron las ganas porque yo te dije que no podía". Y entonces me dijo: "Es que siento que vos ya no tenés más ganas de verme".

Es decir, impulsivamente me había dicho que no tenía más ganas de verme, cuando lo que honestamente sentía era que yo no lo quería ver a él, y su método de defensa inconsciente fue pensar que él tampoco tenía ganas de verme. No tenía ganas de ver a alguien que, en su cabeza, no tenía ganas de verlo a él. Pero yo sí tenía ganas de verlo, le dije, y él luego confesó que él también. Finalmente lo solucionamos y todo está bien, pero ese día pude darme cuenta de lo confuso para el otro que es ser impulsivo. Es de las señales más claras de inmadurez y de toxicidad en una pareja (o incluso en cualquier clase de vínculo social).

Ser impulsiva había sido siempre efectivo para demostrarle al otro que lo que sucedía me afectaba, pero había sido completamente confuso para el otro y para mí misma de demostrar por qué me afectaba. El mensaje se confundía. La otra persona entendía algo completamente diferente a lo que yo sentía, y yo ni siquiera entendía por qué me afectaba tanto lo que había sucedido o le daba una explicación que realmente no era cierta. Comprendí que ser impulsiva no era ser honesta sino, quizás, todo lo contrario.